Plasma las interesantes ideas que maneja el guion de manera un tanto deslavazada. Siendo aceptable, desaprovecha la posibilidad de haber construido una intriga con implicaciones personales bastante más redonda. Basada en hechos reales, el aspecto mejor tratado reside en descubrir las operaciones y estrategias sibilinas que llevan a cabo las casas de subastas para ofertar obras valiosas. No obstante, hasta llegar a ese punto, se recrea demasiado en los preámbulos y las subtramas insustanciales.
André Masson intenta que la advenediza Aurore aprenda los pormenores de su oficio. Lleva varios años trabajando en la prestigiosa Scottie’s y ahora tiene la oportunidad de conseguir el ascenso que ansía. La reputada marchante Suzanne Egerman le comunica que ha encontrado una joya: el cuadro del austríaco Egon Schiele Los girasoles malditos, cuyo rastro se perdió durante la Segunda Guerra Mundial. Si los expertos certificaran la autenticidad de la pintura, las pujas alcanzarían cifras exorbitadas.
Inicialmente, dedica excesiva atención a describir al experto en arte como un tipo altivo y poco empático. Ello provoca el inevitable choque de caracteres con su becaria, cuya parcela familiar también sale a la luz; abriendo una historia paralela que nunca adquiere la relevancia suficiente.
Cobra entidad al comprobar el lugar del hallazgo, la habitación de un joven obrero que vive con su madre. Retrata con ligeras notas cómicas la sorpresa que les produce la inesperada noticia y el contacto con círculos selectos, donde se mueven ingentes cantidades de dinero. Precisamente, mediante este apartado, resuelto con brillantez en el desenlace, opone el valor artístico al monetario. Extiende incluso a los coleccionistas ese dilema ético.
Aporta algunos datos sobre el expolio nazi que dan una idea de las pérdidas causadas a piezas irrecuperables; un tema ya abordado con mayor detalle en, por ejemplo, Monuments Men y La dama de oro.
Cuando por fin se centra e involucra a la exesposa del protagonista proporciona momentos excitantes y satíricos, especialmente en los últimos compases. Igualmente acertado resulta el elocuente epílogo.
Los actores, sin grandes lucimientos, responden a sus papeles. Destaca Léa Drucker (Los colores del incendio), quien impone sus tablas en las escenas que comparte con Alex Lutz (El doctor de la felicidad).
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