A diferencia de otras películas sobre el alcoholismo, Aitor Echevarría ofrece en su debut una visión minimalista y peculiar sin ocultar el drama que supone. Como apunta el propio título, que alude metafóricamente a tener un elefante en la habitación sin reconocerlo, evita mostrar las manifestaciones más evidentes de esta enfermedad. Sin embargo, reviste su desarrollo de excesiva frialdad. Retoma unos patrones narrativos similares a los empleados en el cortometraje Morir cada día (2010), pero se resiente de algunas transiciones desangeladas. Lo compensa el notable trabajo de sus actrices.
Marga lleva tiempo bebiendo a escondidas. Tras pasar por un centro de desintoxicación, esta acomodada arquitecta comienza a seguir las pautas y rutinas que le marcan los médicos. Aparentemente, la recuperación va por buen camino, aunque su hija Blanca desconfía de ella. Parece la única de la familia a quien verdaderamente le preocupa que recaiga en los malos hábitos. Esta tensión permanente repercute negativamente en el compromiso profesional y vocacional que la joven tiene con una compañía de danza contemporánea.
Predomina el tono intimista, solo alterado por las discusiones maternofiliales. No obstante, impactan aquellos momentos en los que da cabida a otros personajes. Así, las terapias grupales, donde asistimos a los sinceros testimonios de las víctimas colaterales del adicto con el que conviven, resultan desoladoras. Sin ser tan contundente, también destaca la escena de una celebración navideña en la que los comensales brindan con agua.
El novel director y coguionista sitúa el relato en una lujosa casa del extrarradio de Barcelona. El contraste de la opulencia con el caos interior desmonta cualquier relación entre el estatus social y las causas que provocan la dipsomanía. Con todo, prescinde de detallar las circunstancias que la originaron.
Las estancias de la mansión cobran una relevancia apreciable. Aun siendo espaciosas, modernas y suntuosas transmiten una sensación de gelidez. En cierta manera representan el abatimiento que arrastran las protagonistas.
Natalia de Molina (Techo y comida) vuelve a brillar en el rol de mujer sufridora, un registro que domina con convicción. Además, hay que reconocer la preparación y el esfuerzo físico realizados para representar los ejercicios de baile con soltura. Emma Suárez cumple con una interpretación casi siempre contenida, que invita a intuir sus demonios. El papel de Darío Grandinetti apenas le permite lucirse y se antoja desaprovechado.
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