Ofrece lo que cabe esperar, aunque no supera a su exitosa predecesora, estrenada en 2016. En el fondo, el desarrollo de la historia se ajusta a la fórmula que ya conocemos. Partiendo de esa base, introduce varias novedades que no siempre funcionan. No obstante, sigue luciendo una animación impecable. El diseño gráfico continúa siendo su fuerte, tal como se aprecia en los detalles. Basta con atender al cabello de los personajes y a los paisajes por donde discurre la acción. La radiante luminosidad que preside las imágenes tampoco pasa desapercibida.
Tras recibir la llamada de sus ancestros, Vaiana se lanza a una nueva odisea. Deberá surcar el Pacífico y encontrar la perdida isla de Motufetú. Si logra pisarla, los pueblos de la Polinesia recuperarán el contacto y salvarán su futuro. Ignora que el malvado dios Nalo, cuyo poder sobre el archipiélago creció al romper los vínculos entre las distintas tribus, tratará de impedírselo. Le acompañan tres valientes del poblado que dominan diferentes artes. Durante la peligrosa travesía se reencontrará con Maui. Juntos se enfrentarán a terribles amenazas.
El preámbulo cuenta con el aliciente que supone Simea, la simpática y resuelta hermana de la protagonista; destinada, sin duda, a tener mayor peso en próximas entregas. Además, motiva la aventura que centra el relato con unos vistosos elementos fantásticos. Por otro lado, los improvisados tripulantes que se unen a esta expedición rinden de manera desigual, algunos incluso son totalmente prescindibles.
No falta el humor y en ese sentido los mejores momentos los proporcionan los kakamora. Los guionistas, conscientes del potencial cómico que tienen, recuperan la participación de los pequeños cocos vivientes y les dan más minutos. También el despistado gallo Heihei goza de unas breves pero hilarantes intervenciones.
El imprescindible clímax no alcanza unas cotas de inspiración particularmente meritorias. Sin embargo, se cierra con una circunstancia imprevisible que abre la puerta a futuras secuelas. Las posibles dudas al respecto se disipan cuando a mitad de los créditos finales surge la única escena adicional del film, que corrobora esa intención.
Las canciones, en general, quedan por debajo de las que compuso Lin-Manuel Miranda para la anterior. Por el contrario, la música que firma Mark Mancina vuelve a integrar eficazmente los coros y los tonos étnicos en un notable score.
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