A finales de los 90, cuando el terror juvenil triunfaba en los cines, se estrenaron algunos títulos que a buen seguro todavía recuerda el aficionado y otros muchos mediocres. Al menos, estos últimos respondían al legítimo propósito de aprovechar el filón. Hoy no deberían tener cabida en las salas. Sin embargo, se ha colado Juega o muere, un filme infumable. No aporta nada nuevo al género y aun siendo ello asumible, lo que resulta inadmisible es la falta de coherencia en su desarrollo. Lo mejor, con diferencia, reside en sus únicamente 75 minutos de metraje.
El destino de la familia Fletcher cambia el día que el pequeño Jonah encuentra un cuchillo en una cabaña abandonada, donde se cometieron varios asesinatos siglos atrás. Ignorando que fue el arma homicida, no duda en quedársela. Ya en casa, comienza a escuchar unos susurros extraños. Poco después, descubre la inscripción que oculta la afilada hoja. Al leerla, despierta la ira de Daniel Good, el espíritu maligno del chico que murió en Salem tras ser acusado injustamente y linchado brutalmente. Ahora quiere saciar su sed de venganza.
Una voz en off anticipa innecesariamente el desenlace, con lo que le resta incertidumbre a la resolución. Acorde con su duración, no se demora en los preámbulos. Presenta rápidamente a los protagonistas, que se convertirán en víctimas de la sangrienta maldición. Lógicamente, los describe someramente. Pronto entra en materia y evidencia sus limitaciones. Aplica unos artificios vistos hasta la saciedad.
Desatada la acción, se suceden los despropósitos. Los personajes toman siempre decisiones inapropiadas; además, asistimos a unas idas y venidas difícilmente explicables. El guion recurre a distintos juegos infantiles para hilvanar los tremebundos acontecimientos que se producen. En ningún caso provocan los efectos aterradores que sus artífices pretenden; más bien esas sensaciones se aproximan a la vergüenza ajena. Incluso la manera de concluir la función causa perplejidad. Carece de escena poscréditos y se intuye que afortunadamente no habrá secuela.
Los apartados técnicos no salvan la cinta. Las recreaciones de las ensoñaciones y almas en pena que atormentan a los adolescentes son confusas. El cariz lúgubre de los lugares por los que transcurre el relato tampoco ayuda.
El que fuera un actor prometedor Asa Butterfield (El niño con el pijama de rayas, La invención de Hugo) parece haberse malogrado por completo. Salva el tipo a duras penas Natalia Dyer (Stranger Things), mientras que le pone voluntad el jovencísimo Benjamin Evan Ainsworth.
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