De la mano del cineasta italiano Giuseppe Tornatore (‘Cinema Paradiso’) llega esta fascinante película, con una intriga que atrapa desde sus primeras escenas para abocarnos a una historia cada vez más intensa, impregnada de un halo de suspense al más puro estilo de Alfred Hitchcock.
El relato nos presenta a un reputado subastador de obras de arte, tan excéntrico y millonario como solitario que recibe el encargo de tasar los muebles y pinturas de una mansión cuya joven heredera vive encerrada en una habitación por voluntad propia. La relación entre ambos, irá de lo profesional a lo personal y tendrá consecuencias inimaginables.
Sus dos protagonistas están dotados de una personalidad que despierta el mayor interés desde la entrada en escena de cada uno de ellos. Son caracteres que alcanzan de pleno a la curiosidad del espectador e invitan a su seguimiento en todo detalle, no por su dimensión humana, sino por todo lo contrario. Unos personajes herméticos, meticulosos, que mantienen las distancias emocionales e incluso físicas con el resto y que parecen esconder muchos secretos, pero es precisamente ello lo que provoca un cierto morbo, más aún cuando aparecen circunstancias que amenazan con desestabilizar su universo, en una interacción mutua muy bien llevada.
Unas referencias centrales acompañadas de otros elementos tan singulares como igualmente hechizantes y enigmáticos: desde una mujer enana con una memoria prodigiosa para los números que hace vida en un café a la reconstrucción de un autómata inteligente del siglo XVIII a partir de piezas que se van encontrando en diferentes rincones de la casona. Flecos argumentales que van apareciendo intermitentemente para acabar encajando perfectamente en la trama.
Sus esmerados diálogos, aún revestidos de una evidente ampulosidad, resultan idóneos para el marco en que se mueve la acción. A ello se suma la banda sonora de Ennio Morricone, que aún fiel a su estilo melódico, busca y consigue ser eminentemente descriptiva, pasando de unas texturas dramáticas a otras angustiosas e inquietantes cuando las imágenes lo piden.
Geoffrey Rush está enorme, demostrando nuevamente la inmensidad de este actor que sabe asumir y devolver a la pantalla con excelencia la complejidad de papeles tan exigentes como éste. Le acompaña una correcta Sylvia Hoeks, mientras que el veterano Donald Sutherland, como un tipo socarrón y vividor, y el joven Jim Sturgess que encarna a un mecánico tan hábil como seductor, sirven también para oxigenar convenientemente la narración de este estreno imprescindible.
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