Tras Alcarràs y Verano 1993, Carla Simón firma esta nueva historia con tintes autobiográficos a cuya puesta en escena aplica la fórmula que le ha reportado ya tantos galardones. Un convincente realismo recorre la cinta. No obstante, sin alejarse de esa apariencia formal, incorpora con tacto unas curiosas ensoñaciones que sorprenden. Sin duda, es su película más fresca y aunque afloran los recuerdos de diversas circunstancias profundamente dramáticas, los matiza con la mirada adolescente que guía la narración.
Vigo, julio del 2004. Los padres de Marina murieron por culpa del sida cuando ella era muy pequeña. Ahora, con los 18 años recién cumplidos, ha viajado desde Cataluña hasta Galicia para conocer a su familia paterna. También quiere que sus abuelos reconozcan oficialmente ese lazo sanguíneo. Con el documento que expida el Registro Civil podrá acceder a una beca universitaria y cursar estudios de cine. Durante los días que pase allí irá descubriendo detalles del pasado que le afectan e ignoraba por completo y revivirá con la imaginación unas lejanas experiencias lisérgicas.
El guion, dividido en varios capítulos, y las lecturas de un viejo diario vertebran el relato. Corresponden a vivencias y revelaciones que marcan el apresurado recorrido interior de la protagonista, vinculado al contacto con los adultos. Conforme salen a la luz sus secretos y vergüenzas percibe la hipocresía que comparten.
Además, nos devuelve a una época marcada por unos problemas sociales y educativos de peso que hoy parecen olvidados. Toca el tema del consumo de drogas entre los jóvenes, que se extendió alarmantemente en los 80 y 90, con nefastas consecuencias. Complementa esa visión retrospectiva al esbozar los efectos colaterales que soportaban los allegados a las víctimas. Se atisban el dolor soterrado, la resignación y la advertencia a las generaciones actuales.
Introduce sin estridencias el giro fantástico que depara en el último tercio del filme. Se produce un salto temporal hacia atrás revestido en muchos momentos de matices románticos, poéticos y liberadores.
La directora catalana consigue llevar a la pantalla una propuesta original sin apartarse de su estilo visual, propio del llamado cinema vérité, que transmite autenticidad.
En ese sentido procede aplaudir el trabajo del reparto, empezando por la novel Llúcia García, que realiza un doble esfuerzo interpretativo con idéntica soltura y naturalidad, bien secundada por Mitch Robles. Les arropan unos actores veteranos que han sabido encajar a la perfección en estos parámetros artísticos.

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