El ya reconocido Carlos Marques-Marcet (10.000 KM, Tierra firme, Los días que vendrán) realiza ahora una apuesta audaz, especialmente en cuanto a los apartados artísticos se refiere. La loable creatividad volcada en un relato profundo y delicado implica ciertos riesgos. El espectador puede o no entrar en la película, que muestra sus señas de identidad desde los primeros minutos. Si acepta los números de danza contemporánea que surgen puntualmente con connotaciones metafóricas, apreciará sus valores. El amor y la muerte van de la mano es este retrato intimista que lleva el compromiso sentimental a extremos insospechados. Aborda aspectos esenciales del ser humano y lanza unas interesantes reflexiones al público.
Claudia padece un tumor incurable y no quiere esperar a que la enfermedad la torture. En Suiza hay una asociación que ayuda a morir sin dolor. Así que decide viajar hasta allí. Le acompañará Flavio, que en los últimos cuarenta años ha estado a su lado. También pretende quitarse la vida, aunque se encuentra perfectamente, pero no concibe seguir en este mundo sin ella. Antes, pretenden casarse y despedirse de la familia sin contar nada. Cuando le desvelan sus verdaderas intenciones a Violeta, la hija de ambos, la joven intentará que recapaciten.
No solamente recoge la controversia y las diferentes perspectivas existentes en torno a la eutanasia, sino que amplía sus argumentos e introduce otros dilemas igualmente de peso. Invita a pensar sobre los límites racionales de los lazos afectivos más fuertes. Logra sus propósitos con unos protagonistas potentes. El guion aprovecha el hecho de que la pareja la conformen una actriz y un director de teatro. Ello le permite recurrir a unas reacciones cargadas de ironía abiertamente histriónicas.
Los secundarios ocupan roles pequeños y relevantes a la vez, lo que se pone particularmente de manifiesto en el episodio central del filme. Apelan a una nostalgia que cualquiera comparte. En ese marco no faltan tampoco unos reproches comunes e instantes muy emotivos.
Las piezas alegóricas que representa la compañía La Veronal responden a unas coreografías originales y elaboradas. En esas escenas luce también el llamativo diseño de vestuario.
Al margen de los singulares artificios formales, el plano final abre un debate totalmente imprevisible.
Ángela Molina y el veterano actor chileno Alfredo Castro se compenetran a la perfección. No desmerece la convincente Mònica Almirall, que pasa de las tablas al cine con este notable trabajo.
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