El título, traducción del original, supone ya en sí mismo una broma, porque invita a pensar en el típico film de monstruos voraces, y nada tiene que ver con esa clase de argumentos. Esta singular comedia francesa, presente en los festivales de Venecia y Sitges, parte de un presupuesto fantástico y surrealista que desarrolla también en ese tono. No obstante, logra escenificar la historia con naturalidad, haciendo que muchos de sus gags funcionen en clave de humor absurdo, aunque otros se presentan bastante desangelados. Solo si el espectador acepta estos parámetros la podrá disfrutar.
Manu y Jean-Gab, dos amigos de pocas luces y unos auténticos perdedores, se ven sorprendidos cuando en el maletero del coche que acaban de robar aparece una mosca gigante. La bautizan como Dominique, inmovilizan sus alas y deciden amaestrarla. A lo largo del camino, en busca de algún lugar donde poder adiestrarla en condiciones, se encontrarán con tres jóvenes que los acogen en su lujoso chalé, ignorando el secreto que esconden, pero la cosa se les terminará yendo de las manos.
La caracterización de estos tipos pintorescos parece inspirada por los personajes de Dos tontos muy tontos (1994), película que constituye una referencia válida a la hora de pasar por la taquilla. Aquí los perfiles son menos exagerados, si bien, la amiga de sus improvisados anfitriones completa el elenco de figuras cuasi esperpénticas. Precisamente, gracias a su participación asistimos a las secuencias más divertidas de la cinta, que mejora en el tramo final.
No se advierten parones, sin embargo, los compases iniciales, en los que cuesta situarse y aceptar la premisa, quedan lastrados por la falta de chispa. La anodina presentación de los protagonistas, un par de simples sin oficio ni beneficio, carece del gancho deseable. Afortunadamente, al ritmo de sus peripecias se va entonando, incluso acierta a cerrar el relato de manera apropiada.
Los papeles principales corren a cargo de los actores y humoristas Grégoire Ludig y David Marsais, a quienes eclipsa la presencia de la contrastada actriz Adèle Exarchopoulos (La vida de Adèle, El bailarín), cuyo registro dista mucho de lo habitual, sorprendiendo con una insospechada vis cómica. En cuanto a los apartados técnicos, los discretos efectos visuales, digitales y artesanos, cumplen eficazmente con su cometido.
Quentin Dupieux firma esta peculiar producción, arriesgada y en conjunto entretenida, pese a que se antoja sobrevalorada si atenemos al cúmulo de reconocimientos recibidos.

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